Un siglo en el vientre de las vasijas
(Fragmento)
Freddy Ayala Plazarte
Número revista:
5
Un día Dios contagió la epidemia de un punto suspensivo y cinceló las historias que un fabricante de lápices espoleaba en un paisaje; no tenía madera para predecir el aroma del agua, ni el infinito en su reflejo.
¿Dónde apoyaría la hojarasca que encendió adentro de un vientre?
Su antigua música pronto terminaría de jugar a la brisa de un dibujo, su antigua muerte iría a traficar en el minuto que duraba el alabastro. Su antiguo epílogo, al otro lado de una voz afónica, tan antiguo que viajaba al monosílabo, increpando partituras imaginaba el cortejo de una composición solar en acústicas.
Un momento para decidir: si los cantores de una vasija
romperían la llama que acechaba al sombrero.
Espanto de un velamen
que atenuaba un artesano pájaro
que profusamente
hacía más mudo a su vuelo
Abrir
la muerte de un niño
era forjar la puerta de un adagio
y seguir cayendo en los puntos que un relojero dejaba sin muerte
y acaso
preguntarse atrás del reflejo
si el infinito cabía en las ceremonias de una oxidada caja
donde la sombra temía ser nombrada
Dios no supo que nació en el temblor de las espigas, meditabunda sangre que doblaba el principio geométrico opuesto a toda muerte, y bufaba bajo una sediciosa escritura, pálida y profunda de sonidos, capaz de tocar el esmalte de la angustia.
No era en un maloliente pergamino donde los ojos mutaban animales lenguajes, ni el comienzo de una raya era decir la palabra Dios, ni el final de la gracia era jalar la cicatriz del infinito.
En la fatigada imagen de una sílaba sin ruido, había que cubrir de mármol a quienes se ausentaban del cuerpo.
Una flautista
perdió su calavera
en el momento que tejía los filos de una estrella
difícilmente sus líneas volvieron al inicio de una desmemoria
Se podía jugar al reflejo
de una escritura
en el desmayo de la piedra
y dialogar con amenazantes adagios
en la prosodia de un suspiro
pocas veces la madera
estuvo acompañando
a las enfermas canicas de un niño
en plena muerte de una sinfonía
iban y volvían del alfabeto
excavaba jeroglíficos
y sus pestañas cubiertas de arena
y la incolora tarea de guardar el hambre en sus historias
y ya sin el bizantino reloj
aquel niño volvía a enfermarse de geometría
y aún así perforaba agujeros
y se preguntaba si ¿algún día Dios dormiría en la ceniza?
Y los adagios de una ceremonia morían en el color
que pretendía un monasterio
repartidos en la conmoción de un balbuceo
¿Qué sucedía cuando alguien
mendigaba el dibujo de una mochila afuera de la creación?
Y tan lejos del espejo
los paisajes del errante vidriero
donde la despiadada aprendiz de una flauta
se negaba a pintar una caverna de corceles
y el cabello de su infinito
en la vetusta manía
de soplar instrumentos después de una carcajada
y en su diminuta palabra con el frío
escuchaba
el conteo de astillas a la medianoche
La tragedia era el misterio de un cántico
mientras los candados demolían vértebras del barro
y solo la flauta para consolar a las trenzas
que mordían sonidos en la última acuarela
Aquella flautista
descifraba a los artesanos de una vasija
un día partiría a la rebelión de las cajitas musicales
¿Quién invertía el ruido más antiguo de una llanura?
Un pequeño ídolo
reflejaba la sangre del invierno
el reflejo no era saber si un monje ardía en los vitrales
el reflejo era la novimorfa línea que anulaba un clavicordio
Algunos encogían el ombligo y se tapaban los ojos
como si la gula enloqueciera a un jarrón
y la nota prohibida
danzaba en cada vibración del agua
y recordaban sus acordes en caravanas de la seda
la tarea del origen era mirarse sin espejo: orogenia en el misterio
rompiendo las caretas del montículo
Y el monólogo
de una salamandra paralizaba las súplicas del avispero
algo de la noche se encendía en una capucha
sin las canicas del agujero
el adagio se quedaría sin reflejos
y entonces
la abuela del caldero averiguaba:
¿quiénes intercambiaban un canto coral en los pizarrones?
No era acaso de reflejar
el pasado en un dibujo
que fue concebido
para matar la futura arruga
y traficar
la culpa del silencio
al hueso que ya no respondía
y hasta las pinturas que supuraban tinta
herían el viento de la flauta que dormía sobre mazorcas
Una traficante huella ante la convulsión del monoteísmo
Una insuficiente ceniza para dibujar una palabra
Unas arcaicas figuras
vomitando la historia de un juguete
Un lápiz
que manchaba de arpegios la semejanza
y Un punto
sin punta de lápiz haciendo pactos con una carcajada
y uno sin Una armónica
huyendo de las bocas sin lengua
Dios no conocía el adagio del infinito porque la infancia aún se enfermaba en la abolida escritura de un reflejo: escribir en reflejo era desempañar las hojas que despedían la madrugada de un esqueleto, acaso, destruir el movimiento de un madero que se quedaba sin su otro madero; ambos maderos sin la derrota del cuerpo, huérfanos del clavo, contagiados de angustia.
Madera entregada
a la nomenclatura del siglo
en el monte donde caían los falsos paladares
fingía el apodo final de Dios
Y desconocíamos el día que se infectaba en un tragaluz, génesis del sonido, alejando canicas que golpeaba el extramuro. Envejecía un grillo y cada día una voz repetía el equilibrio de la muerte, jugaba a la presencia de un espejo.
¿Cuántas veces sucumbimos al paraje de una flauta?
Las pinturas no caían en los guijarros, invisibles colores que nacieron para la enseñanza del viaje: espátulas hurtadas de una mano, astrolabios armados sin la flama, sustantivas temporadas montando en la piedra el evangelio de los dibujantes.
En una vasija afinamos la despedida de una canica, música del hospicio que soplaba desarmonías, algunos tapados el rostro se acercaban a cantar en los pastizales el pseudónimo de la historia.
Dios era cómplice de la idea en su misma palabra hecha vidrio sin reflejo
Una antigua flauta
amenazaba la quietud de una canica en la arena
Finalista del Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro
Un siglo en el vientre de las vasijas (Valparaíso ediciones, España, 2021)