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Cuento

El abuelo

Nicolás Esparza

Número revista:

8

«Please be strangely enigmatic Please be just like my…»

Alanis Morissette – Princes familiar



Mi abuelo también era mi abuela. Lo confieso sin recelo: mi abuelo era mi abuela y no lo digo como quien aplaude acaloradamente la doble función que alguien realiza luego de la muerte de su cónyuge, no. Lo mío es tal y como el viento lo hace sonar: mi abuelo era mi abuela, pero no siempre fue así. Antes de que mi abuela nos dejara remontados en la tristeza, ellos mantenían sus respectivas identidades y funciones según el cargo que el matrimonio, sacrosanta institución, les había conferido.


Mis abuelos se casaron jóvenes. Apenas alcanzaron a cumplir veinte años cuando ya llegaban al segundo año de matrimonio y tenían en su haber un hijo de ojos profanos y gracia singular: mi padre. Es natural, entonces, que yo recuerde la jovialidad de ellos, mis abuelos, cuando yo era aún pequeño y me regocijaba con los cuentos extraños que mi abuelo escribía para mí. Él era un hombre singular, grácil y agraciado con las bendiciones del buen sol lojano. Verlo, para mí, era como presenciar el nacimiento de un dios griego. Pero lo que más recuerdo de él, en mis años infantiles, eran los cuentos que con mucho candor escribía para mi regocijo. Vale la pena acotar que mi abuelo era huérfano y su temprana orfandad siempre me provocó un terrible nudo en la boca del estómago, pues me parecía inverosímil creer que su padre lo hubiera abandonado antes de los ocho años y que su madre se hubiera muerto de la tristeza que toda mujer, a principios de siglo, debía sentir cuando su cónyuge la abandonaba. Sin embargo, mi abuelo ofrecía desmedidas sonrisas y exultantes palabras al destino que la vida le había preparado: a pesar de no haber tenido padres, contó con un mecenas que le ofreció todo para encauzarlo por el camino recto que la sociedad tanto nos incita a seguir. Y así fue. Con unos tempranos catorce años, él se reveló como un Escritor prodigio y pronto conquistó el corazón de la abuela con cándidos y añorantes poemas. Pasado un tiempo, se casaron y unieron como los conejitos en su refugio de amor.


Mi abuelo solía admirar la elegancia con que mi abuela se maquillaba. Ella sostenía que una mujer sin maquillaje no era mujer, aunque supiera cocinar, barrer y lavar la ropa. Él encontraba esta afirmación plausible hasta la médula y cada vez que la encontraba estampada contra el espejo retocándose los labios, afilándose las pestañas, embarrándose la cara con colores pasteles, él tornaba a mirarla idiotamente, como en trance. Alguna vez mi padre me confesó que fue precisamente esta ceremoniosa entrega al maquillaje lo que definió la unión de los abuelos. Mi padre amaba mucho a su padre, Pablo.


Pero los tiempos cambiaron y mi abuelo empezó a desvariar poco a poco, como si la locura le entrara en la cabeza a cuentagotas. Muchos vecinos solían decir que era natural que un Escritor cruzara los bordes de la cordura y se instalara en el otro lado, el prohibido puesto. Decían que esa era la mejor perspectiva para poder sobrevivir a las criaturas que hábilmente este inventaba. Considerando esto, creo que ellos podrían haber tenido razón, ya que mi abuelo, ser excepcional, vivía en su cabeza metido en un circo, entre antropófagos, brujos que se convertían en perros, siameses y, dicen, también homosexuales. Yo siempre quise a mi abuelo por lo que era: un Escritor brillante con ideas retorcidas desde su temprana juventud. Siempre ganaba concursos locales cada año. Era algo caudaloso y magnífico, así que su paso a la locura no me causó ningún asombro. Parecía, más bien, una causalidad de su buen quehacer. Como Nietszche. Sin embargo, entre tanto desvarío, nos llegaron las malas malas. La abuela cada vez estaba más débil y veíase enflaquecer con el paso de los días, sin importar cuán vastamente comiera. Una verdadera pena. El abuelo Pablo se entristecía desde su locura porque ella cada vez se maquillaba menos, ya no usaba esos colores pasteles sobre los ojos ni ostentaba haber hurtado al amor su color en sus labios, ya no era la mujer de quien el abuelo se había enamorado y eso lo entristecía hasta el tuétano. Finalmente, murió. Durante toda esa noche el abuelo trancó la puerta de su habitación y se refugió en el cadáver, a ver si así el amor podía hacerla revivir. Al amanecer parecía como si él ciertamente lo hubiera logrado. Encontramos a la abuela sobre la cama, horizontal y sin aliento, envuelta en un bello vestido verde y con el maquillaje de nuevo en su sitio. El abuelo, en su melancolía, había tomado un poco de colorete y se lo había pasado por su rostro. Ciertamente se veía bien, de una forma extraña. Cuando asistimos todos a los funerales de la abuela, encontramos al triste abuelo Pablo envuelto con el vestido de novia de su difunta esposa. Todos nos sentimos tristes y rompimos en llanto mientras el féretro entraba en la bóveda. El abuelo cruzó las piernas con cierta maestría dentro del frondoso vestido y sacó un cigarrillo mientras lloraba la pérdida de su personaje favorito, de su bruja predilecta que hasta hace poco indagaba en las carnes de él, cual diestro antropófago, para untarle las partes con saliva y amor, ese amor que en estos días ya no se ve.


Con el paso del tiempo, mi abuelo se transformó en mi abuela. Muchos atribuían esto a su locura y lo acusaban de haber matado a la abuela por promiscuo. Desde entonces, mi abuelo, mientras cocinaba envuelto en algún vestido festivo de la abuela, escribía en las paredes algo extraño, algo sobre un


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que no muchos alcanzábamos a entender. Yo amaba al abuelo mucho y pedí a mis padres, desde que la abuela murió, que me dejasen los fines de semana con él para acompañarlo. Dudaron un poco la primera vez, pero luego cedieron y era tan natural que yo fuese a verlo los fines de semana y que cocináramos juntos. Con el tiempo, iba sintiendo que mi abuelo recobraba su cordura y salía de su soledad. Empezamos a compartir pasatiempos juntos. Yo le enseñaba cómo hacer girar un trompo y él me adiestraba en el arte del maquillaje; incluso me compró una peluca rubia para que yo la acompañara con algún vestido de la difunta abuela. Nos divertíamos mucho, pero en secreto porque a mis padres no les gustaba la idea de que el abuelo jugara con trompos a su avanzada edad, podía romperse el espinazo.


Los tres años que pasé cada fin de semana en casa del abuelo fueron los mejores de mi infancia. Yo sé que ningún otro niño aparte de mí pudo tener la suerte de contar con un abuelo que fuera Escritor y su mejor amigo a la vez. Cuando él murió, al cabo de esos tres años, mis padres me dieron un cofre que con mucho amor mi abuelo había llenado con sus juguetes favoritos para mí: lápices labiales, sombras de colores en estuches con formas de mariposas, la peluca rubia y, lo que es más especial, el vestido que yo usaba cuando dormía con él. Cuando me abrazaba, me decía al oído con amor:


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