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Un siglo sin Dios

Ensayo

Un siglo sin Dios

David Barreto

Número revista:

10

Tema libre

Nuestro punto de vista parte de la imposibilidad de dos estilos semejantes, de la negación del desdén a los epígonos, de la no identidad de dos formas aparentemente concluyentes, de lo creativo de un nuevo concepto de la causalidad histórica, que destruye el pseudo concepto temporal de que todo se dirige a lo contemporáneo, a un tiempo fragmentario.

José Lezama Lima, La expresión americana



Una simple búsqueda online mostrará que 1922 fue un año extraordinario para el pensamiento a ambas orillas del Atlántico —annus mirabilis—. Hay cursos especializados en varias universidades del mundo sobre este año que buscan explorar las condiciones que permitieron que, tanto en poesía como en narrativa, se ensayaran nuevos caminos para dar cuenta de la situación en la que la humanidad se encontraba entonces. Hay, en poesía, dos libros que marcan un antes y un después en inglés y en castellano: The Waste Land, de T.S. Eliot, y Trilce, de César Vallejo. En narrativa es Ulysses, de James Joyce, el libro que parteaguas y permite visibilizar el contorno de lo cotidiano como el nuevo campo de batalla para el Ulises —un Ulises, o sea un Nadie distante, irónicamente desmembrado por una heroicidad hecha polvo— de la modernidad tardía.


Me gustaría añadir a esta pequeña lista dos libros más que, quiero pensar, tuvieron, sino el mismo impacto que los de Eliot, Vallejo y Joyce, un alcance por lo menos semejante que desestabilizó las raíces mismas de la (así llamada) civilización occidental. El primero es el libro de Carl Schmitt, Teología Política, que, sin duda, articula un pesar semejante al que se encuentra en los tres primeros, con la singularidad que su reverberación llegará a fundirse en la sombría ideología que dio lugar al inimaginable horror nazi. El segundo, aunque no publicado en 1922, sino un año antes, es el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein (digamos, no obstante, que la traducción al inglés del alemán fue de 1922, y fue esta traducción la que lo popularizó).


Ahora bien, estos textos se deben pensar desde elementos que, sin que puedan ser tomados como causa inmediata, son, sin duda, parte del vasto imaginario cultural que sirve de horizonte en donde se inscriben el diseño y la proyección de estos cinco libros atravesados por procesos históricos de evidente peso. Empezando por la Primera Guerra Mundial que termina en 1918 cuando la Gripe española comienza a ganar fuerza y que no terminará hasta 1920; la Unión Soviética se establece en 1922; Albert Einstein gana el Premio Nobel en 1921 por su trabajo sobre la luz, aunque desde 1915 es su teoría de la relatividad la que reorienta la investigación física que, entre otras cosas, se permeará en la mecánica cuántica; etcétera. También en 1922 Edwin Hubble vio a través de su telescopio en el observatorio Mount Wilson en California que, lo que se consideraban nebulosas eran, en realidad, otras galaxias, reescribiendo el mapa astrológico al proponer que el universo es más que la Vía Láctea. Su trabajo permitió notar no solo que la Vía Láctea no era la única galaxia, sino que además estas se estaban distanciando unas de otras, que fue la clave que llevó a teorizar la expansión del universo. Como diría Alexander Koyré, pasamos, gracias a este descubrimiento de Hubble iniciado en 1922, y que de alguna manera lleva hasta sus últimas consecuencias la revolución copernicana de 1543, de un universo finito a uno infinito.


Todas estas circunstancias, sugiero, pueden identificarse no solo en Eliot, Vallejo y Joyce, sino también en Schmitt y Wittgenstein. Es de sobra conocido que los tres primeros retratan una urgencia espiritual semejante que captura la experiencia humana después de la Primera Guerra Mundial. Esta, no hace falta recordarlo, fue la primera guerra en la que los individuos fueron a la batalla pensando que el enemigo los recibiría con el mismo decoro bélico que existía antes de la revolución industrial, solamente para encontrarse con la mecánica de un armamento que los despedazó con una rapidez y una voracidad hasta entonces impensables. “Tal parece ser la experiencia de quien vive la Gran Guerre del 14-18 —dice José Luis Pardo—, la primera guerra tecnológica y la primera guerra de masas, esa de la que con frecuencia se dice que los hombres que fueron a ella montados a caballo regresaron (los que regresaron) conduciendo tanques”.


Wittgenstein está en el frente de batalla y es por algún tiempo prisionero de guerra. De hecho, el TLP es parcialmente escrito en esas condiciones y es imposible no ver en la fragmentación de sus argumentos una fragmentación semejante a la que percibe en la guerra. De ahí que el TLP dé por descontada la necesidad de las disputas filosóficas y arriesgue como tesis central de su libro la resolución de todo malestar filosófico con base en la impecabilidad de una lógica matemática que se empeña por mantener en pie el edificio de la experiencia humana una vez solucionados los problemas teóricos que desde la antigüedad atormentan a los humanos. Décadas más tarde comprenderá que no hay sistema que pueda ser puesto a salvo y se entregará con una lucidez vertiginosa al esclarecimiento gramatical, aunque solo sea para despejar los yerros y los malentendidos en el orden de lo cotidiano y no, como fuera su propósito en 1921, de forma global y concluyente. Su objetivo, lo dice de diversos modos en su segundo libro publicado después de su muerte, Investigaciones filosóficas, es dar por los suelos con la ficción de la metafísica y lo que se propone es devolver las palabras a la fluidez ordinaria en su natalidad lingüística, cultural, prosaica incluso. Si no hay metafísica que albergue el sentido humano, puede ser uno de los corolarios de estas investigaciones, es en el terreno del lenguaje cotidiano, en el lugar común de nuestras voces y gestos donde acaso podamos trenzar alguna inteligibilidad, aunque sea pasajera.


Carl Schmitt publica en 1922 su polémico tratado Teología política. En él esboza algunas de las ideas más inquietantes de la filosofía contemporánea cuando describe la excepción como el momento que debiera fundar la soberanía política. ¿En qué consiste la excepción? En la sobreabundancia de sentido que irrumpe y suspende la trivial homogeneidad de las democracias liberales que, según Schmitt, han derivado en la inercia de la repetición burocrática que iguala la vida vaciándola de su fuerza, de su potencia, esto es, de la autenticidad (aunque éste no es término de Schmitt, sino de Heidegger) de su poder. “La excepción —dice Schmitt— es más interesante que la norma. Lo normal no prueba nada, la excepción lo prueba todo; no solo confirma la regla, sino que la regla solo existe porque existe la excepción. En la excepción, el poder de la vida real rompe a través de la costra de un mecanismo que se ha vuelto esclerótico por su repetición”. Lo que Schmitt cuestiona es el proceso democrático a partir del cual las sociedades modernas se han despojado, en el trayecto de la secularización, de la interrupción metafísica del milagro que, en directa analogía con el despojo del soberano en su capacidad de intervenir directamente y declarar y decidir un estado de emergencia, se ha impuesto un horizonte que desgasta y entorpece la fuerza heterogénea de la vida real. Una vida, pues, que se intuye subsumida en, y condicionada por, la monotonía de una identidad que se repite incesantemente como una maquinaria entrecerrada en una circularidad que carece de otro fin que no sea su propio movimiento y la producción incesante de sí mismo.


Es conocido el impacto que tiene la publicación de La tierra baldía, nombre con el que se traduce al castellano The Waste Land, en la modernidad literaria a ambas orillas del Atlántico. Hay un relato que sostiene todo el libro: la vida está entretejida en un desgarro estructural que ha dejado inerte física y metafísicamente la habitabilidad de lo humano sobre la Tierra. Insisto: al ser humano en el circuito atlántico, porque los tres libros de los que aquí hablo adquieren su resonancia solamente en la conflictiva historia atlántica que hunde sus raíces en los viajes de colonización americana que inician a finales del siglo 15. La Primera Guerra Mundial es, para ilustrar mi punto, solo parcialmente mundial. Pero el mundo, se sabe, no es nunca una cuestión meramente de distinción geográfica: es una imposición política e histórica. Eliot, en su sensibilidad, intuye con cruel agudeza lo que sucede a su alrededor y escribe un libro pequeño pero intenso. Repito un lugar común: con Eliot el sentido mismo de la poesía —que ya en la modernidad es concebible solo como poesía lírica toda vez que es el canto solipsista del individuo, no de la tribu, desplomado sobre la catástrofe agujereada del sí mismo— toma nuevo rumbo. De entonces a ahora es prácticamente imposible no tener como referencia el hueco espiritual de su poesía como el punto de inflexión de una modernidad que —como Eliot advierte— ha perdido anclaje con todo significado.


El relato que recorre el poema vuelve sobre un tópico que también Schmitt y Wittgenstein registran: Dios ha muerto. Estamos a la espera de un mesías, del Rey Pescador que pueda rehacer la historia y reverdecer la tierra baldía. Pero no hay, en rigor, ninguna esperanza de que ello suceda: de ahí la dolorosa constatación de que habitamos una tierra baldía, reseca, yerta. Como el presagio de Heidegger de 1966 de que solo un Dios podrá salvarnos, tampoco hay en Eliot ningún atisbo de salvación porque la divinidad, cualquier divinidad, nos ha abandonado. Los últimos versos del poema repiten parte de un cántico proveniente, como escribe Eliot en las notas que acompañan al poema, del BrihadaranyakaUpanishad, de la tradición hindú: “Datta. Dayadhvam. Damyata. / Shantih     shantih     shantih”. Más allá de su significado cultural, veo en esta redundancia una forma de exorcizar los muertos —la muerte— que se apilan, inabarcables en su abismal situación de nada, sobre el puente de Londres. Todo en el poema, fragmentario y roto, es fantasmal. Se recurren a imágenes ordinarias, pero sin sentido, casi arbitrarias, demenciales y sofocantes, para dar cuenta de la profanación de lo sagrado que poco a poco se retira a los márgenes para transformarse en la ruindad abyecta de la experiencia humana. No hay nada seguro en el poema más allá de la muerte. Incluso la profecía de la poesía está enceguecida por este espectro de inanidad que recorre hasta la raíz la experiencia que es solo muerte. Una experiencia que ya no produce asombro ni terror, sino, solamente, indiferencia. Todo el ambiente del poema es apenas una visión, una ensoñación delirante e inconclusa que se vuelca sobre sí misma sin ofrecer alivio o conclusión. Este es uno de los pasajes del poema:


Aquí no hay agua, sólo roca,

roca y no agua, el camino arenoso

el camino serpentea entre las montañas

que son montañas rocosas sin agua

si hubiese agua nos detendríamos a beber

entre las rocas uno no puede detenerse y pensar

el sudor es seco y los pies se hunden en la arena

si por lo menos hubiera agua entre las rocas

muerta montaña boca de dientes cariados que no puede escupir

aquí no puede uno ni pararse ni acostarse ni sentarse

ni siquiera hay silencio en las montañas

sino el seco trueno estéril sin lluvia

ni siquiera hay soledad en las montañas

sino adustos rostros rojos que escarnecen y rezongan

en los umbrales de casas de fango hendido.


Vamos atando cabos. Mi intención al yuxtaponer textos de ámbitos desiguales que no suelen ser tomados en conjunto, como son los libros de Eliot, Wittgenstein y Schmitt, es visibilizar el espectro de la divinidad que habita el circuito atlántico de la modernidad tardía al menos desde que Nietzsche articulara el sentido de nuestra deriva con la manida fórmula de la muerte de Dios. Porque este espectro es más que solamente una descripción de la condición que toma curso en la cultura literaria o filosófica, sino que se ha constituido en parte misma del imaginario con el que, justamente, nos imaginamos quiénes somos (pienso el imaginario según lo explica Charles Taylor). Vivimos, acorde a esta lectura, en un constante estado de excepción, para tomar las palabras de Schmitt, y la soliviantada realidad de la que somos parte pareciera que no hace sino desmoronarse meticulosamente a nuestro alrededor.


Dicho todo esto, me gustaría cerrar esta reflexión con una idea que desdice la situación espectral de este diagnóstico que acabo de hacer y que, en una última lectura, colapsa en un nihilismo anquilosado en su propia desesperación. Porque no estoy seguro de que, a cien años de 1922, podamos seguir describiendo la realidad como un estado de excepción o como una tierra baldía en necesidad de una operación de salvación lógica, ontológica, divina o gramatical. Pienso, en todo caso, si no sería más provocativo precipitarnos al abismo sabiendo que este abismo carece de espesor, que el vacío que tanto pesar produce a Eliot, Schmitt y a Wittgenstein (y, por supuesto, a Vallejo, Joyce, etcétera) no es sino resultado de la autoimpuesta producción de sentido —sentido semántico, histórico, económico, político, filosófico, etcétera—, y de su inevitable fracaso, que se cierne sobre todos nosotros como si fuera el único espacio desde donde concebir la vida. Quiero decir, ¿no podríamos, más bien, descoser los lazos y los vínculos que nos obsesionan y nos asfixian reconociendo (como dice Stanley Cavell) que no provenimos ni nos debemos a historia, relato o narrativa alguna excepto la que podamos hilvanar cada día, cada mañana, cada tarde y cada noche, y que, sin ser idéntica, es la misma que cada uno de nosotros, imbricados en una existencia pavorosamente inicua y desigual, ha tenido que habitar en todo recorrido de lo humano sobre la Tierra? Creo, sinceramente, que no hay alter-nativa, esto es, que no hay ningún otro lugar que podamos llamar nuestro que no sea el que construimos y destruimos todos los días sin que la amalgama ilusoria de contigüidad y progreso, que sobrevivimos bajo la resonancia hegeliana e imperial de la Historia, nos hurte de todo y cada momento en el que boqueamos en el aire. Subsumir nuestros días a la decepción nihilista de la que está preñada —implícita, tácitamente— la Historia no nos previene del desastre, pero sin duda nos impide observar que esta metafísica de la ausencia, en contraposición con la metafísica de la presencia (en una tradición que va de Aristóteles a Pardo), fue desde su incepción la semilla de una pesadilla inagotable porque, incluso antes de que la modernidad se constituyera sobre el eje de la escatología onto-teológica de los monoteísmos abrahámicos, la esperanza, esto es, el miedo de que la promesa de la restitución mesiánica pudiera consumarse en el cumplimiento de la justicia se había consolidado como un plazo inalcanzable y el cual solo era dable imaginarse como la delación sine die de un futuro que nunca llega.


En otras palabras, no hubo nunca salvación porque siempre hemos estado en retirada, siempre a la deriva. Pero es en esta retirada innombrada y en esta deriva impensada donde podemos señalar el camino para los que están, para los que vienen, e incluso, si se me permite la anacronía, para aquellos que ya no están.




David Barreto (Quito, Ecuador, 1976). Escritor de filosofía y poesía.

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