top of page
La nocion de juego en La broma infinita de David Foster Wallace

Ensayo

La noción de juego en La broma infinita, de David Foster Wallace

Juan Sebastián Armas

Número revista:

2

Tema libre

Me sentí cautivado con La broma infinita, novela del norteamericano David Foster Wallace, desde que leí el primer párrafo. Sin embargo, en los alrededores de la página cuatrocientos, tuve que iniciar una relectura como dando saltos, porque caí en cuenta de las más de cincuenta hojas de “Notas y erratas” que había dejado de lado desde que abrí el volumen. La omisión fue genuina, un error de verdad, no una decisión tomada por perezoso o por considerar accesorias aquellas notas. Ocurrió que cuando llegué a la página cincuenta y ocho, que es donde está el superíndice número dos, salté las páginas hacia adelante, en busca de su correspondiente comentario, y me encontré con algunos números al costado izquierdo, 150, 234, por decir algo, seguidos de largos pasajes con el mismo tamaño de letra —creí entonces— que el resto de la novela, o con la letra “p” en medio de algunos párrafos, o ciertos gráficos de presentación de datos matemáticos, etc.; de manera que me convencí de que se trataba de una técnica vanguardista, narración numérica paralela, por ejemplo, que el lector tendría que juntar después, encadenando cada una de las palabras sobre las cuales reposaba un número. En todo caso, preferí no adelantar la revisión de esos fragmentos del final, asunto concluido, y continué La broma…, cautivado, como ya dije, e ignorando sus enigmáticos números diminutos. La experiencia tiene algo de vergonzoso, pero me reconfortan las palabras de Jacques Derrida: “Un texto no es un texto más que si esconde a la primera mirada, al primer llegado la ley de su composición”[1].  Encontrada, pues, la página 1093, que es donde está la primera nota, inicié una suerte de rastreo de superíndices, el cual implicó el repaso de ciertos sabrosos pasajes de la historia, pero sobre todo me llevó a descubrir una obra contigua a la que corre por el cuerpo del que llamaremos “texto principal”, y a sentir “ese terror vago de los juegos cuyas reglas son desconocidas y donde está en juego todo”[2], como dice el propio Wallace a propósito de los cuentos de Borges.


Esa sensación de estar inmerso en un juego planificado es, en primer lugar, superficial y palpable, a causa de los movimientos que debe hacer el lector para ir constantemente desde el texto principal al apéndice y del apéndice al texto principal, como ocurre, por ejemplo, con el superíndice 21, página 74, que nos lleva a una nota, en la página 1096: “Véase nota 211 infra”, a la cual vamos, página 211, para leer la descripción del afiche del Rey Paranoico, colgado en la pared del cuarto de Pemulis, y volver por fin al texto principal. Ya hemos hecho tres gestos de coordinación mano-ojo-hoja, acompañados por un movimiento de cabeza que recuerda al de los espectadores de un partido de tenis; más aún cuando te encuentras en escenas que llevan más de dos superíndices, porque entonces, con el afán de ahorrarte unos segundos o evitar un repetitivo ir hacia el apéndice, levantas y sostienes, entre el uno y el otro costado del volumen, un fajo o net de densidad variable. El objeto en que se convierte el libro en estos momentos podría describirse como una T invertida y tridimensional, con un tallo cuya altura mide exactamente la mitad de la longitud del libro abierto, con sus dos caras reposando sobre la mesa.


He aquí el tablero movedizo, la cancha.


Ahora veamos por lo menos una de las leyes del juego desplegado en el tablero: la repetición, cuyo efecto más notorio es disipar la ficción, al incorporarla en la imagen de un texto breve en que caben también autor y lectores. Escrito inacabado que hace tambalear, por no saber con certeza quién es primero, la sólida verdad de lo que está después de sus propios límites.


Una de las líneas de acontecimientos más relevantes de la novela, expuesta de manera fragmentada en escenas y secuencias narrativas, tiene como escenario la Academia Enfield de Tenis (AET), institución de educación experimental y entrenamiento deportivo de alto nivel, que alberga a adolescentes con serias posibilidades de entrar en el circuito profesional. El fundador de la academia, James O. Incandenza, que en su juventud fuera jugador de tenis a nivel universitario y luego, como especialista en física óptica, funcionario del gobierno de los Estados Unidos, se retira de sus funciones como rector para dedicarse durante cinco años exclusivamente al cine experimental, “aprés-garde y conceptual”[3]. En ese tiempo de intenso trabajo, produce alrededor de setenta películas, según expone la nota 24: “FILMOGRAFÍA DE JAMES O. INCANDENZA”. El superíndice alfabético remite a un capítulo del volumen 8 del ONANite Film and Cartridges Studies Annual, de los autores Duquette y Posner Comstock, en el cual cada título de la filmografía está seguido por su año de filmación, productora, actores más importantes, medida del material de archivo, duración, una indicación de si la película es en blanco y negro, en color o en ambos, resumen e indicación sobre si su distribución es en cinta de celuloide, vídeo magnético, Diseminación Espontánea Interlace, entre otros soportes[4]. Cinco páginas con el catálogo pormenorizado de la obra de uno de los autores más relevantes del après-garde anticonfluencial: “frase asintáctica infinita, que se va estirando o empujando guiones como intervalos espaciotemporales/…/ frase casi disparatada, con sus cambios de dirección, sus bifurcaciones, sus rupturas y sus saltos, sus estiramientos, sus brotes, sus paréntesis”[5]:


Ahora bien, esa referencia dentro de la referencia, que envía al lector a un estudio donde se incluyen otros autores de cine experimental, algunos de ellos reales, todavía en ejercicio de su profesión, es una técnica que Foster Wallace ha heredado de sus lecturas de Borges. Irónicamente erudito, el catálogo obliga al curioso lector a echarle al menos un vistazo en internet a alguno de los nombres citados, para encontrarse con rostros nuevos, largometrajes recónditos, o para darse de cara contra un callejón sin salida. La novela parece expandirse fuera de sus propios márgenes, difuminándolos: ¿existen filmes experimentales con las características que muestran algunas de las reseñas del catálogo?, ¿vale la pena ponerse a buscar los trabajos de los cineastas reales a quienes Incandenza rinde tributo?, ¿puede sorprendernos el hecho de que si escribes el nombre del fundador de la AET en el buscador, te encontrarás con las consabidas diez interfaces de Google, repletas de biografías, ensayos, fotos y hasta vídeos con cuestionables repeticiones de ciertos pasajes de la novela, o intentos por llevar a la práctica las delirantes reseñas de la filmografía? Allí está la escritura, sin padre que responda por ella o de ella[6]; huérfana, muerta incluso, se entrega a infinitas permutaciones, profanaciones. Recordemos, además, que según el ensayo de los hermanos Comstock, La broma infinita es una película inédita e inacabada, que los autores califican como la obra más extraordinaria, entretenida y fascinante del autor. Nos encontramos, entonces, frente a una suerte de Aleph donde se ha diseminado hace mucho David Foster Wallace, pero que envuelve también a sus lectores y junta sin atenuantes realidad y fantasía.


¿Cómo?


Para Whitman, “la escritura es fragmentaria y el escritor americano está obligado a escribir en fragmentos”, los cuales, además, son “convulsivos/…/ pedazos de auténtico desvarío, del calor, del humo y de la excitación de esta época/…/ reflejos aislados de una realidad sangrienta y apacible”[7]. El subrayado es mío y lo utilizo para recordar que, en efecto, la palabra escrita “produce el juego de la apariencia a favor del cual se hace pasar por la verdad”[8]. En palabras de Platón, sería la apariencia que se opone a la esencia, cuyo hogar es la idea y su rastro las cosas del mundo real. No obstante, si aceptamos, con Derrida, que solo a partir de la escritura pudieron inaugurarse las dicotomías que son el fundamento del platonismo, pero que la propia palabra escrita no se deja reducir o comprender absolutamente por ninguna de ellas —se presenta en ausencia de su autor, pero es presencia frente al lector— obtenemos que “la escritura no tiene esencia ni valor propio”[9], por lo tanto, ese “hacerse pasar por la verdad” no designa ya la mímesis, sino el reemplazo, la repetición, la refundación.


Alzamos por un momento la vista de la hoja, realidad sangrienta, y creemos ver lo que allí hemos leído.


Apenas descrita una regla que parece arrojarse sobre toda la novela, demos una última mirada al tablero. Terminada la lectura del estudio de los hermanos Comstock, el lector, que se ha tomado un tiempo para disfrutarla, en tanto que allí se encuentran resúmenes hilarantes, violentos, experimentos de todo tipo, cierta configuración de los personajes en el tono neutro del catálogo, regresa al texto principal, avanza y descubre que algunas de las reseñas pasan a ser escenas secuencias largamente elaboradas. La repetición (y extensión) de las películas en manos de los narradores opera una transformación de la materia novelada, la cual aparece ahora como apéndice del apéndice. De esta manera el discurso, que en Platón es “organismo engendrado, con un centro y extremidades, articulaciones, una cabeza y pies/…/ un principio y un final”[10], descompuesto y envenenado por la escritura[11], destruye las nociones de orden y de totalidad: tablero roto y vuelto a pegar en extrañas e insospechadas configuraciones, algunos pedazos quedan abandonados en la mesa. Poco importa que traspongas la última página, no existe un “fin de la historia”, la belleza está en el medio, en el “no-orden, el límite, [en] los lugares donde se fragmentan las cosas”[12] y en las secretas múltiples líneas que las conectan entre sí y con el afuera.


[1]Jacques Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Caracas, 1997, p. 93.

[2] “Borges en el Diván”, David Foster Wallace, en línea: https://bibliotecaignoria.blogspot.com/2018/12/david-foster-wallace-borges-en-el-divan.html. Última entrada: 4-12-2019.

[3] David Foster Wallace, La broma infinita, De Bolsillo, Barcelona, 2016, p. 78.

[4] Ibíd p. 1096.

[5]Giles Deleuze, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 93.

[6] Jacques Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Caracas, 1997, p. 113.

[7] Walt Whitman, Specimen Days, citado por Gilles Deleuze, en: Giles Deleuze, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 90

[8] Jacques Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Caracas, 1997, p.154.

[9] Ibíd. p. 158.

[10] Jacques Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Caracas, 1997 p. 117.

[11] Así Derrida: “Desviando el despliegue normal y natural de la enfermedad, el fármacon es, pues, enemigo de lo vivo en general, sea sano o enfermo. Debemos recordarlo, y Platón nos invita a ello, cuando la escritura es propuesta como fármacon”. En: Jacques Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Caracas, 1997, p. 149.

[12] David Foster Wallace, La broma infinita, De Bolsillo, Barcelona, 2016, p. 93.

Bibliografía

Deleuze, G. (1996). Crítica y clínica . Barcelona: Anagrama.
Derrida, J. (1997). La diseminación . Caracas: Editorial Fundamentos.
Foster Wallace, D. (1999). La broma infinita. Boston: De Bolsillo .
Wallace, D. F. (5 de Diciembre de 2019). Biblioteca Ignora . Obtenido de https://bibliotecaignoria.blogspot.com/2007/01/mapa-del-sitio.html#.VGQsrfmG_4Q

bottom of page