Ensayo
Castellanos Moya: la literatura de los Estados fallidos
Jossué Baquero
Número revista:
Tema entrevista
“A veces la guerra se sueña a sí misma”
Clausewitz
En los primeros poemas de Occidente, lo mismo que en el relato actual latinoamericano o en la novela policial británica, aparece la violencia en sus distintas formas, y, más relevante aún, desde sus distintas fuentes. Algo que —aunque obvio— vale la pena evidenciar, si tenemos en cuenta que toda violencia, revisada tras el lente de la ética, parece responder a un mismo proceso causal. En la literatura —en tanto espacio privilegiado para entender el mundo—, queda claro cómo esas distintas formas de violencia no se corresponden unas con otras. Cuando Aquiles ejecuta a Héctor y arrastra su cuerpo, la escena no se corresponde con la imagen del cadáver de sir Charles Baskerville en un sendero del páramo de Devonshire. Las diferencias son obvias y, sin embargo, no solo las distingue eso obvio: los aspectos estructurales de la creación, sino que se distinguen, sobre todo, por lo que aparece cuando desmantelamos el fenómeno. En el primero, presenciamos una serie de eventos que orquestan un desfile hacia el destino trágico (reflexión de la condición humana y su —supuesto— telos); en el segundo, gobiernan la brutalidad y lo fortuito del acontecimiento (“los acontecimientos, por definición, —dice Arendt— son hechos que interrumpen el proceso rutinario y los procedimientos rutinarios”). Establezcamos ahora una idea simple: en lo que respecta a la violencia, la diferencia esencial no corresponde a una diferencia de grado, sino de tipo.
Encontramos, en el poema épico y en la novela policial, la violencia como móvil del relato. Allí, sin embargo, el origen de la violencia se entiende siempre en relación con causas de orden superior: el honor, la política, la voluntad divina… el mal. Tanto en la muerte de Héctor como en el cadáver de Baskerville, descubrimos a la violencia como ruptura de un orden que modela la realidad de los personajes, y, acaso, no solo como ruptura, sino como continuidad —aunque distorsionada—, si acogemos la afirmación de Clausewitz: “la guerra es la continuación de la política por otros medios” o la de Renan, quien considera que la violencia aparece en los asuntos humanos solo como “imprecisión”. Pero no es atinado decir que se puede leer la violencia, en todo momento, a través de esta lógica causal que supone un espacio de orden modélico al que se tiende; es decir, no podemos mirar a la violencia solo como devenir anómalo de una dinámica humana que, en su distorsión, acude a ella: sería un discurso necio, limitado, debido al uso abusivo de una racionalidad trunca.
Más allá de esa violencia que encuentra su origen en causas de orden superior, está la violencia como motor de sí misma, en su pura inmanencia. Una violencia cuyo origen difiere de aquella racionalidad causal que descubrimos en la afirmación de Clausewitz y que se parece más bien a la forma en que Bertrand de Jouvenel interpreta la guerra: “la guerra —dice— se presenta a sí misma como una actividad de los Estados ‘que pertenece a su esencia’”. Esta otra violencia, que no es ruptura ni continuación, sino movimiento inmanente, es la violencia que aparece en la obra de Castellanos Moya: una violencia concreta y animal que, en ocasiones, aparece —incluso— trivializada (algo que, irónicamente, no insensibiliza al relato, pues pone al lector frente a una violencia más irresoluble). En Castellanos Moya, no hay ruptura ni continuidad porque no hay orden que transgredir ni restituir. Los personajes de Castellanos Moya habitan lugares donde no existe la figura de un sistema que deba conservarse, un sistema en el que sea posible depositar su confianza: los lugares que habitan estos personajes son, en suma, Estados fallidos.
El Estado fallido
Kant, en Hacia la paz perpetua, piensa —o pretende— un mundo modelado por la presencia de un tercero neutral, que sería la figura encargada de instaurar el orden necesario para la convivencia entre individuos (más allá de la posibilidad de que el ser humano encuentre un ejercicio de regulación que provenga de sí mismo). Ese tercero neutral es el Estado: la gran institución reguladora de las relaciones humanas. En este mundo pretendido (que establece, en gran medida, las bases de la política y la legalidad modernas), la convivencia entre vecinos es posible, sobre todo, por la figura enorme del Estado que, en una disputa entre vecinos que ha escalado hasta la violencia física o la destrucción de la propiedad, interviene para zanjar el conflicto. El Estado, desde esta mirada, es el único poder autorizado para actuar de manera violenta en la medida que su violencia es legal y legítima, pues es la expresión de la voluntad general. Esa voluntad general, entendida como “acuerdo tácito”, perfila la libertad del sujeto, en tanto que ser humano, en tanto que súbdito y en tanto que ciudadano[1]. Es decir, una libertad construida a partir de haber cedido parte de la libertad individual en nombre de una libertad más grande —que es uno de los principios a través de los que se ha configurado el Estado—.
“El Estado de paz entre hombres que viven juntos —dice Kant— no es un estado de naturaleza (status naturalis), el cual es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que si bien no se han declarado las hostilidades, sí existe una amenaza constante. El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado”, y eso solo es posible en un “estado legal”. Por tanto, en ausencia de una institución legitimada por la voluntad general, el estado de cosas será el de la amenaza constante, si no el de las hostilidades. Es ese estado el que habita la obra de Castellanos Moya: una realidad donde, “de ahora en adelante, la aparente tranquilidad de esta ciudad, no me engañará”. Esta obra no es, en consecuencia, una hermenéutica del criminal; no hay espacio para construirlo a él o a su antítesis, el héroe, y no solo porque la línea se ha desdibujado, sino que allí (en esa ciudad) no hay un orden superior, no hay expresión de la voluntad general, no hay Estado al que confiarle mi libertad: “el reciclamiento de la violencia [en la literatura latinoamericana] —apunta Castellanos Moya—. Se trata de la conversión de la violencia política en violencia criminal”.
Cuando, en Castellanos Moya, vemos a individuos derrotados por la violencia que modela sus ciudades, no estamos en el mismo escenario del individuo a quien la primera guerra mundial ha deformado y lo ha vuelto un misántropo, como en Viaje al fin de la noche, o en el escenario del hombre derrotado por la enfermedad pulmonar y los suicidios de sus compañeros de escuela en un pueblo profundamente religioso, como en los Relatos autobiográficos de Bernhard; en Castellanos Moya, estamos frente a sujetos que viven el dolor y la violencia, no desde la experiencia de aquel que descubre lo anómalo de las instituciones y las desprecia, sino de aquel que vive la ausencia misma de esa institución. Como se ha dicho: no es una cuestión de grado, sino de tipo.
La congoja y la tormenta
Dos amigos se encuentran años después de la fuga de uno de ellos hacia algún lugar del norte. Casi no se miran, solo beben bajo la sombra de un árbol, luego frente al mar, y vuelven al recuerdo de su amigo muerto bajo circunstancias todavía inexplicables: ¿fue el crimen común quien lo mató o fue un crimen perpetrado por el Estado? ¿Hay, de verdad, diferencia entre ambos? Están estos hombres marcados por una misma tragedia y, sin embargo, tan otros ahora que pertenecen “a mundos distintos”, tan otros que lo único que puede acercarlos es “la recuperación de un cadáver mutilado, irreconocible”. En otro lugar de esa ciudad (o de una distinta, pero que —íntimamente— son siempre la misma), un fotógrafo entra en la habitación de un pobre hombre que soñaba con la fama, que le debía dinero, y que murió atropellado una semana atrás. El fotógrafo descubre el cuarto inhabitable de un hombre desolado y solo atina a sentir compasión y a observar que “el pobre no tenía ni máquina de escribir. ¿O se la habían robado los agentes?”
Las páginas de la obra de Castellanos Moya están habitadas por cadáveres. Unos muertos por la violencia del Estado, otros por la guerrilla y algunos por la violencia de la mano propia. Sin embargo, los cadáveres no son el único resultado de vivir bajo la figura del Estado fallido, donde la violencia —en tanto manifestación concreta del poder— al no legitimarse se convierte en patrimonio de quien tenga la capacidad de ejercerla. El resultado —como intuimos antes— es, sobre todo, encontrar hombres y mujeres derrotados y aterrados; descubrir individuos que han sido despojados de la esperanza, insensibilizados por la presencia incuestionable y permanente de la violencia; enfrentarnos a personajes que pensaron en la fuga como la única oportunidad de no ser arrastrados por esa oscura tormenta que se tiende sobre sus ciudades.
Sin embargo, estos lugares donde uno podría acostarse alguna noche, escuchando explosiones y tiroteos, también nos ponen frente a algo más que la congoja de los individuos desprovistos de sistema que regule su convivencia. De alguna manera, en la literatura de Castellanos Moya, también hay espacio para preguntarse —a través de la mirada de aquellos que se fugaron de sus tierras— por los Estados donde la tecnología bélica[2] ha llegado a constituirse en amenaza definitoria para la administración de la política interna. El Estado fallido no pone en evidencia solamente la carencia de un orden que instaura las causas superiores ni es una apología de esa institucionalización, sino que —a la par de esa ausencia— nos lleva a pensar en la posible tiranía de esos otros Estados donde la figura del tercero neutral se ha constituido —por momentos— a partir de lo inaccesible del poder incuestionable. Ha dicho Weber al definir al Estado que es “el dominio de los hombres sobre los hombres basado en los medios de la violencia legitimada, es decir, supuestamente legitimada”.
El arrastre de la Historia
La narración de Castellanos Moya no debería leerse, sin embargo, como una reflexión sociológica sobre el fenómeno de la violencia en Latinoamérica. Aunque esa violencia se abre paso en sus relatos e inevitablemente modela su obra: acaso como manifestación de la “cultura de la violencia en las ciudades latinoamericanas”, según él mismo lee en la obra de Jorge Franco, Élmer Mendoza o Rubem Fonseca. Podríamos aventurarnos a decir que, en Castellanos Moya, más que frente a una literatura de tono sociológico, estamos frente a un hecho del estilo (si seguimos la afirmación de Barthes para quien el estilo nunca es una elección de eficacia, sino de conciencia y, por tanto, la “transmutación de un Humor”), en el que el estilo es la Historia manifiesta en el escritor, y donde la Historia es un empuje y el estilo aquello que arrastra.
Ese empuje de la Historia es el espacio donde acontece la verdadera forma del testimonio(la palabra es don entregado al hombre —ha dicho Heidegger— para que dé testimonio de su paso por la tierra). Ese empujeno concede que la historia de todo hombre[3] sea la Historia del Hombre, sino que presenta al estilo como el testimonio de la “amplia Historia del otro”. No se trata, sin embargo, de que en la obra de Castellanos Moya —o en nuestra lectura— haya una reflexión sociológica; no se trata, por tanto, de entender al texto literario como corpus, sino como revelación, como verdad —y la verdad siempre como fragmento, según ha entendido Benjamin—.
“No hay héroes posibles cuando la tempestad ocurre en un oscuro mar de mierda”, leemos en Castellanos Moya. Nos parece que, a fin de cuentas, no hay héroes en un lugar desprovisto de un orden superior, no hay héroes sin una ética institucionalizada. Es esta la forma propia de nuestra derrota en términos modernos. La literatura de Castellanos Moya nos pone frente a la violencia legitimada en nuestras ciudades: una violencia que no proviene exclusivamente del Estado, quien solamente es dueño de la violencia legal. Es esta una literatura de los Estados fallidos.
[1] Son los tres principios sobre los que —según entiende Kant— debe conformarse la constitución republicana, que es la única capaz de garantizar el estado de paz.
[2] Hannah Arendt opina que solo es posible la aparición de grupos violentos, que atenten contra la figura del Estado, en lugares donde el Estado no ha logrado constituir una fuerza bélica que sea amenazante hasta el punto de eliminar toda intención de subversión.
[3] Empleamos este uso de la palabra “hombre”, en el presente párrafo, solamente para dar continuidad a la afirmación de Heidegger.