Ensayo
Como un grito bajo el agua
Diego Abreu
Número revista:
Tema libre
“I have lost the voice I listen to”
David Sylvian – The shining of things
Sobre el silencio, decía Bolaño que hay tres variantes. Una obedece al designio natural, «todo tiene fecha de caducidad»: Juan Rulfo lo ha escrito todo y sin forma alguna de superar su propia huella decide aceptarla. Otra, más enigmática, nos presenta el silencio de un escritor (en este caso, Rimbaud), al que claramente aún le queda mucho por decir, pero que de forma voluntaria decide callar. Por último, existe un tercer silencio, uno no solicitado: el silencio de la muerte.
Los escritores acostumbramos a hablar del silencio como un decir distinto, una forma de comunicación que ocupa en la ausencia un móvil, no por carencia, como por significancia. Según Deleuze, «cuando un lenguaje se tensa tanto que comienza a tartamudear, a murmurar o a trastabillar… Entonces el lenguaje en totalidad alcanza el límite que marca su exterior y lo obliga a confrontar el silencio». A lo que Valeria Luiselli agrega: «Es un desplome del lenguaje hacia el silencio. La última línea se ha de entender, entonces, como un grito debajo del agua». Para el poeta hay un eterno cuestionamiento en sus incontables pérdidas de voz, ¿qué hacemos cuando debemos afrontar la fractura? Nada. Al alma le toca transmigrar por su cuenta del cuerpo, mientras que el poeta huye a la palabra, o más bien, a todo recordatorio de esta; de repente tantea en la oscuridad una media luz que se va como devorando a sí misma, una puerta que el poeta teme perder en la oscurana y a la que, sin embargo, no acude. ¿Por qué? Él huye porque la distancia recupera la palabra. El poeta encuentra en este grito salida y apertura, una resolución a las tensiones; ya llegará un nuevo espíritu a habitarlo. Incapacidad de comunicación: ocasión en que la propia poesía nos apabulla recordándonos su independencia del poeta. La herramienta recuerda su lugar desde el olvido y se arrastra a una forma de aguda deconstrucción: un cuerpo diseccionado por el rompeolas.
Podríamos argumentar que esta misma inquietud aparece en los encuentros entre Emil Cioran y Samuel Beckett. Cioran expone que, durante el primero, Beckett «había confesado su gran cansancio, su sensación de que no podía sacarse ya nada de las palabras». Sin embargo, también se expresa con sutil simpatía sobre cómo, a pesar de ello, la palabra seguía retornando a Beckett como una parte fundamental de su desarrollo; podría huirle, podría llegar a odiarla incluso, pero aprendería a amarla de nuevo. Lo podemos detallar de una forma quizás más madura en Guillermo Sucre, quien era capaz de ver en el silencio no solamente una herramienta estética, sino un aliado: «Ya no hay sitio para la escritura porque ella es el sitio mismo / de lo que se borra»; además dice: «viene la gran noche de la arena que cubre los ojos / y solo podemos leer lo que no estaba escrito». Para vislumbrar una aproximación, en su artículo sobre el silencio en la poesía, Ramón Peralta escribe que «dentro de la metafísica oriental, el grado más alto, el más puro, fruto de la contemplación, es aquel en el que se ha conseguido dejar atrás la palabra y lo inefable se sitúa más allá de la frontera de la palabra, para regresar a ella en forma de poema. Y el poeta, al entrar en la zona de la meditación, se prepara para adquirir la maduración espiritual, en una prueba que culmina con el derecho al habla». Por lo tanto, ¿no es posible acaso que dicho silencio sea un conflicto del cual pende su propia respuesta?
Para ilustrar mejor este punto, podríamos acudir a una vieja anécdota de John Cage. Se trata de la concepción de uno de sus puntos de vista más arraigados: «El silencio no existe». El día en que Cage visitó la cámara anecoica de Harvard University en 1951, estas fueron sus palabras: «una habitación tecnológicamente preparada para el silencio». Cuenta que al entrar al lugar donde esperaba hallar mudez absoluta se vio atravesado por dos sonidos, uno muy agudo y otro muy grave. En su asombro (pensando que quizás algo había fallado) preguntó al encargado de la cámara al respecto; a lo que este respondió que se trataba de su sistema nervioso y su sangre circulando, respectivamente. A partir de ese casi epifánico momento, Cage comprenderá las bases de esta no intencionalidad que lo acompaña a todas partes, permeando su visión de la vida en general: «Hasta que yo muera habrá sonidos. Y ellos seguirán después de mi muerte».
En ese sentido, el silencio también podría ser comparado con una cámara anecoica que aísla al poeta en sí mismo, donde se amplifican las funciones regulares del organismo (en este caso, sus sentidos), resultando más notables y, por supuesto, más violentas. Sigue habiendo ruido. Hablamos de un lugar en donde ni siquiera el eco de las vivencias está presente, donde el sonido no puede reflejarse. La voz se pierde en un abismo de sí misma, se agudiza sin descanso. Su lengua es el grillete más pesado del mundo y está consciente de ello; entonces, el poeta se deshace de ella en un desesperado intento de sobrevivir al desasosiego de un lugar donde el silencio no existe.
Aunque la trayectoria humana suele medirse de forma lineal, insisto en que el lector debe acudir desde el signo que más apremie en su entusiasmo, acercamiento poético o búsqueda propiamente dicha. Todos estamos en puntos distintos del mapa y hay quienes incluso, capaces de percibir la sinuosidad del asunto, hacen las paces con el pasado alternando cada recoveco a la vez que permanecen presentes desde una suerte de simultaneidad. En ocasiones, la palabra se vuelve un apéndice perdido que más temprano que tarde se ensaña, vacila en hallar concilio en el eco, a veces un cuarto clausurado por años en vano intento: aislarse de todo conflicto, para no muy tarde enterarnos de que no hay mayor desvarío que evitar el encuentro. La mala praxis del verso conlleva a perder el habla; lo que resta es la parte de la palabra que no suele alcanzar al oyente, quejidos en primera apariencia ininteligibles: «Burbujas sobre la superficie del silencio», diría Cage. Lo que significa que esa no intencionalidad es lo que le hace falta al poeta para recuperarse, pero dicho retorno requiere un sacrificio: perder las facultades verbales es un riesgo que está dispuesto a tomar hasta que la nueva voz emerja de sus profundidades, dejando atrás un cuerpo fracturado, como la muda de una serpiente. Una voz desnuda en su nueva piel se prepara para repetir el ciclo, sumergirse nuevamente mañana, quizás un día, para siempre.